“Aún no sabía si, a partir de entonces, me sentiría con fuerzas para cuidar de Yukiko y de las niñas. Las ilusiones no me ayudarían más. Ya no entretejerían más sueños para mí. Por más lejos que fuera, el vacío seguiría siendo el vacío. Había estado sumergido en él durante mucho tiempo. Había obligado a mi cuerpo a familiarizarse con él. “Aquí es, en definitiva, adonde he llegado”, me dije. Y tendría que acostumbrarme. Y, posiblemente, en el futuro, sería yo quien debería entretejer sueños para alguien.
Era lo que se me pedía. Qué fuerza acabarían teniendo esos sueños, no lo sabía. Pero, si quería encontrar algún sentido a mi vida presente, debería, en la medida de mis posibilidades, llevar esta obra adelante… Tal vez.
Pero me fue imposible levantarme de la silla. Las fuerzas habían abandonado mi cuerpo por completo. Como si alguien se me hubiese acercado sigilosamente por la espalda y me hubiese desenchufado. Hinqué los codos en la mesa y me cubrí la cara con las palmas de las manos.
Dentro de esa oscuridad, pensé en la lluvia que caía sobre el mar. La lluvia que caía furtivamente, sin que nadie lo supiera, en un vasto mar. Las gotas de lluvia golpeaban mudas la superficie del agua, sin que ni siquiera los peces lo percibieran. Hasta que alguien se acercó y posó suavemente su mano sobre mi espalda, seguí pensando en el mar.”
(Haruki Murakami. Al sur de la frontera, al oeste del Sol)